En las culturas antiguas se asociaba a poderes sobrehumanos o castigos divinos, siendo una condición que generaba rechazo y ocultismo. Ya en el siglo XV aparecen las primeras instituciones denominadas «manicomios», un nombre segregador y estigmatizante. En siglo XX el concepto evoluciona y se comienza a percibir la discapacidad desde un enfoque asistencial, el Estado se implica y se crean los primeros centros de educación especial, pero desde un enfoque que refuerza la dependencia y las actitudes de discriminación social y laboral. En la segunda mitad del siglo XX se empiezan a forjar los primeros lobbies, asociaciones formadas por personas con discapacidad y sus familias que se unen para defender sus derechos con el lema «nada sobre nosotros, sin nosotros». Poco a poco, las personas con discapacidad van empoderándose y adquiriendo más presencia en la agenda política pero no es hasta el año 1982 cuando se produce un punto de inflexión con la aprobación de la Ley General de la Discapacidad, que reconoce sus derechos y establece, por primera vez, la obligatoriedad de incorporar un porcentaje no inferior al 2% de trabajadores con discapacidad en las empresas de más de 50 trabajadores. Pero no es hasta el año 2000 cuando comienza a abandonarse la perspectiva asistencial y paternalista, que concibe a la persona con discapacidad como dependiente e improductiva, para evolucionar hacia un nuevo enfoque en el que cuenta con habilidades, competencias y recursos, si se le brindan los apoyos necesarios. El contexto social es factor determinante en la discapacidad de una persona. En la actualidad, persisten aún multitud de tics históricos y culturales que perpetúan las actitudes de sobreprotección, posicionan los subsidios de desempleo como la única opción económica para las personas con discapacidad y conducen a la inactividad y a la dependencia. El lenguaje, la educación y la información es clave para cambiar esto y ver a la personas como sujetos plenos de derechos y oportunidades
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